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La creación

La creación

Poema indio

I

     Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y sobre las llanuras que se extienden a sus pies flotan nubes de ópalo, que derraman sobre las flores un rocío de perlas.

     Sobre la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su víctima el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas acuáticas, que lo esconden a los ojos del viajero.

     En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un pabellón al cansado peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan desde el sueño a la muerte.

     El amor es un caos de luz y de tinieblas; la mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el hombre un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en fin, puede compararse a una larga cadena con eslabones de hierro y de oro.

Leyendas. La creación
Gustavo Adolfo Bécquer

Prólogo

Había que detenerla.
Las insinuaciones no habían funcionado. No había hecho caso de sugerencias sutiles. Era necesario actuar con más contundencia. Algo drástico e inequívoco, acompañado por una explicación clara.
Esto último era crucial, no podía dejar lugar a la duda ni a las preguntas. Tenía que hacer entender el mensaje a la policía, a los medios y a esa ingenua entrometida, todos tenían que estar de acuerdo respecto a su significado.
Bajó pensativamente la mirada a la libreta amarilla que tenía delante y empezó a escribir:
Tienes que abandonar de inmediato tu proyecto, tan mal concebido. Lo que estás proponiendo hacer es intolerable. Glorifica a la gente más destructiva de la Tierra. Ridiculiza mi persecución de la justicia al ensalzar a los criminales a los que he ejecutado. Crea compasión inmerecida por los más viles entre los viles. Esto no puede ocurrir. No lo permitiré. He dormido diez años en paz con mi éxito, en la paz de mi mensaje al mundo, en la paz de mi justicia. Si me fuerzan a tomar las armas otra vez, el precio será terrible.
Lee lo que ha escrito. Niega lentamente con la cabeza. No está del todo satisfecho con el tono. Arranca la página de la libreta y la introduce en la ranura de la trituradora de documentos que tiene junto a su silla. Empieza una página nueva:
Detén lo que estás haciendo. Para ahora y aléjate. O volverá a haber sangre, y más sangre. Estás advertida. No perturbes mi paz.
Eso estaba mejor. Pero todavía no estaba bien del todo.
Tendría que darle más vueltas, ser más claro, no dejar la menor duda. Debía ser perfecto.
Y había muy poco tiempo.

Deja en paz al diablo
John Verdon

No imaginaba tanto revuelo

NO IMAGINABA TANTO REVUELO cuando me disparé en la cabeza con la pistola de mi padre. Reconozco que fue desagradable, no tanto para mí, sino para mis propios padres, que al entrar en la habitación se encontraron la cama y la pared manchadas de sangre y de trozos de mi cerebro.   
En cuanto les vi, ya temía sus recriminaciones, sus “¿y ahora quién va a limpiar eso? Tu madre, ¿no?” Por no hablar de las quejas acerca de mi condición de niño malcriado que espera vivir de papá y de mamá hasta los cincuenta, con veinte años y aún pidiendo la paga, y esperando que te planchen las camisas y te hagan la cena, a ver cuándo terminas de estudiar y te pones a trabajar, ni que los estudios fueran a servirte para algo.   
Pero no. No hubo quejas ni reproches. Mi madre ahogó un grito y se agarró al marco de la puerta, mientras mi padre repitió varias veces la frase “voy a llamar a una ambulancia”, antes de efectivamente hacerlo.

Cuando llegó, ya no se podía hacer nada por mí. O eso dijeron. La doctora comentó la posibilidad de poner masilla al agujero, mientras el enfermero opinaba que primero había que sanear, que si no, luego se embozaba todo. Un vecino curioso aprovechó el desconcierto inicial para colarse en casa a cotillear y explicó que los agujeros en la cabeza eran malos de tapar y que lo mejor era usar algo de cemento.    Poco después, llegaron los policías, para mi decepción, de paisano. Uno mayor y muy delgado, y otro más joven y tirando a tripón. No sólo parecían una pareja cómica, sino que de hecho lo eran. En verano iban por las fiestas de los pueblos contando chistes. Aun así y a pesar también de la presencia de mi madre, aún agarrada al marco de la puerta, no dudó en soltar un insensible y desconsiderado “está muerto” nada más verme.   

—Ah, coño, por eso no respiraba —exclamó la doctora, con cierto alivio—. Nosotros no hemos sido, ¿eh? Ni le hemos tocado, siquiera.   
—Víctor, aquí hay una pistola —avisó el mayor, sujetando el arma con un pañuelo.   
—Una pistola, un agujero en la sien, una bala alojada probablemente en el cerebro (aunque esto ya son conjeturas), sangre… No hay duda. Se ha suicidado.   
—No veo ninguna nota.
—No, no la hay.   
—Muerto, claro —le decía la doctora al enfermero—. No sé cómo no he caído antes. ¿Tú no te habías dado cuenta?
—Qué va, sólo me he fijado en el agujero. Entonces no tendrá pulso ni nada, ¿no? Y yo que quería ver cómo se miraba eso del pulso.   
—¿Qué le van a hacer? —Preguntó mi padre.    —Lamentablemente, creo que está bastante claro —dijo el mayor.   
—O debería estarlo. Al cuartelillo —añadió el joven, procediendo a esposarme.

El problema de la bala
Jaime Rubio

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Se alzaron como hombres. Los vimos. Como hombres se pusieron de pie. No teníamos que estar cerca de allí. Como en la mayoría de las granjas de los alrededores de Lotus, Georgia, aquella estaba llena de inquietantes letreros de advertencia. Las amenazas colgaban de la alambrada de estacas cada cinco pies más o menos. Pero cuando vimos en la tierra el hueco escarbado por algún animal —un coyote tal vez, o un perro de caza—, no pudimos resistirlo. Solo éramos niños. A mi hermana la hierba le llegaba al hombro, y a mí a la cintura, así que, tras comprobar que no había culebras, nos tiramos al suelo y, reptando, atravesamos el hueco. Nos picaban los ojos por la sabia de las plantas y las nubes de mosquitos, pero mereció la pena. Justo enfrente, a unas cincuenta yardas, se alzaban como hombres. Sus cascos levantados golpeaban con estrépito, las crines hacia atrás dejaban al descubierto unos ojos blancos y furiosos. Se mordían como perros, pero cuando se alzaron, apoyándose solo en las patas traseras y las delanteras a la altura de la cruz del adversario, contuvimos la respiración con asombro. Uno de ellos era colorado como la herrumbre, el otro negro azabache, los dos brillantes por el sudor. Los relinchos no nos asustaron tanto como el silencio que siguió a la coz que uno le pegó al otro en los labios levantados con las patas traseras. A su alrededor, los potros y las yeguas, indiferentes, pastaban o miraban hacia otro lado. La pelea se detuvo. El colorado bajó la cabeza y piafó mientras el vencedor trotaba formando un arco, empujando suavemente a las yeguas delante de él. Retrocedimos ayudándonos con los codos en busca del hueco de la alambrada, evitando la fila de camionetas aparcadas un poco más allá, pero nos perdimos. Aunque tardamos una eternidad en volver a ver la verja, no nos entró miedo hasta oír unas voces, apremiantes pero flojas. Tiré a mi hermana del brazo y me llevé un dedo a los labios. Sin levantar la cabeza en ningún momento pero observando a través de la hierba, vimos que tiraban de un cuerpo en una carretilla y lo echaban a un agujero ya excavado. Un pie sobresalía del borde, y temblaba, como si pudiera salir de allí, como si con un pequeño esfuerzo pudiera quitarse de encima la tierra con que lo estaban cubriendo. No vimos las caras de los hombres que lo enterraban, solo sus pantalones, pero sí vimos el filo de una pala que empujó el pie tembloroso para que se uniera al resto del cuerpo. Cuando mi hermana vio que golpeaban aquel pie negro con su rosada planta surcada de regueros de barro para meterlo en la tumba, se estremeció de pies a cabeza. Le estreché los hombros con fuerza e intenté atraer sus sacudidas a mis huesos, porque, como hermano cuatro años mayor que ella, me creía capaz de dominarlas. Hacía ya mucho rato que aquellos hombres se habían marchado y la luna era un melón cuando nos sentimos lo bastante seguros para tantear la hierba y nos arrastramos con la tripa pegada al suelo, buscando otra vez el hueco bajo el alambre. Llegamos a casa pensando que nos darían unos buenos azotes o que por lo menos nos regañarían por volver tan tarde, pero los mayores no repararon en nosotros. Algún problema los tenía preocupados.

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Toni Morrison

R. U. R.

Primer acto

(Oficina central de la fábrica de robots universales Rossum. Entrada al fondo, a la derecha. Por las ventanas se ven interminables filas de edificios de la fábrica. Domin está sentado en una silla giratoria ante una gran mesa de despacho sobre la que hay una lámpara eléctrica, un teléfono, un pesacartas, un archivador de correspondencia, etc. De la pared de la izquierda cuelgan grandes mapas de las rutas marítimas y de ferrocarriles, un gran calendario y un reloj que marca las doce menos unos minutos. En la pared de la derecha hay una serie de carteles colocados con chinchetas: «mano de obra barata. robots Rossum.» «robots para el trópico. 150 dólares cada.» «todos debieran comprar su propio robot. ¿quiere usted abaratar su producción? encargue robots ROSSUM»; más mapas, gráficos de transporte de cargas, etc. En una esquina una máquina de cinta magnética indica las tarifas de cambio. Contrastando con los adornos de las paredes, el suelo está cubierto por una magnífica alfombra turca. A la derecha hay una mesa redonda, un sofá, una butaca de cuero y una librería en la que, en lugar de libros, hay botellas de vinos y alcoholes. A la izquierda, la mesa del cajero. Al lado de la mesa de Domin, Sula está escribiendo cartas a máquina.)

DOMIN (Dictando): «Nosotros no aceptamos ninguna responsabilidad por los productos dañados durante el transporte. Cuando el envío fue embarcado, nosotros avisamos a su capitán de que el barco no era apropiado para el transporte de robots. Este asunto debe pasar a la compañía de seguros de ustedes. Por Robots Universales Rossum, atentamente…» ¿Acabado?

SULA: Sí.

DOMIN: Otra carta. «A la Agencia E. B. Hudson, Nueva York. Fecha. Acusamos recibo del encargo de cinco mil robots. Ya que ustedes envían su propio barco, hagan el favor de mandarnos bloques de carbón para R.U.R., que anotaremos como pago de una parte de lo que ustedes nos adeudan. Atentamente…» ¿Acabado?

SULA (Escribiendo la última palabra): Sí.

DOMIN: «Friedrichswerke, Hamburgo. Fecha. Acusamos recibo del encargo de quince mil robots.» (Suena el teléfono interior. Domin lo coge y habla) Dígame, esta es la oficina central…; sí…, sin duda. Ah, sí, como siempre. Sí, naturalmente, envíeles un cable. Bien. (Cuelga el teléfono.) ¿Dónde me había quedado?

SULA: Acusamos recibo del encargo de quince mil R.

DOMIN (Pensativo): Quince mil R. Quince mil R.

MARIUS (Entrando): Señor, hay una señora que quiere…

DOMIN: ¿Quién es?

MARIUS: No sé. Me dio esta tarjeta.

DOMIN (Leyendo): Profesor William Glory, Saint Trydes-wyde’s, Oxbridge. Hágale pasar.

MARIUS (Abriendo la puerta): Por favor, por aquí, señora. (Entra Elena Glory) (Sale Marius)

DOMIN (De pie): ¿En qué puedo servirle?

ELENA: ¿Es usted el señor Domin, el director general?

DOMIN: Yo soy.

ELENA: He venido a verle…

DOMIN: Con una tarjeta del profesor Glory. Es suficiente.

ELENA: El profesor Glory es mi padre. Yo soy Elena Glory.

DOMIN: Señorita Glory, es para nosotros un honor poco corriente… ser… ser…

ELENA: Sí… Muy bien.

DOMIN:…poder dar la bienvenida a la hija del distinguido profesor. Siéntese, por favor. Sula, se puede ir.

(Sale Sula)

DOMIN (Sentándose.): ¿En qué puedo serle útil, señorita Glory?

ELENA: He venido para…

DOMIN: Para dar un vistazo a esta fábrica nuestra en que se fabrica gente. Como todos los visitantes. Bien, no hay inconveniente alguno.

ELENA: Creí que estaba prohibido…

DOMIN: Está prohibido entrar en la fábrica, claro. Pero todo el mundo llega aquí con una carta de presentación y entonces…

R.U.R.
Karel y Joseph Čapek, obra en tres actos y un epílogo

El último deseo

La voz de la razón 1

Vino a él al romper el alba.
Entró con mucho cuidado, sin decir nada, caminando silenciosamente, deslizándose por la habitación como un espectro, como una visión, el único sonido que acompañaba sus movimientos lo producía el albornoz al rozar la piel desnuda. Y sin embargo, justo este sonido tan débil, casi inaudible, despertó al brujo. O puede que sólo le sacara de una duermevela en la que se acunaba monótono, como si estuviera en las profundidades insondables, colgando entre el fondo y la superficie de un mar en calma, entre masas de sargazos ligeramente movidos por las olas.
No se movió, no pestañeó siquiera. La chica se acercó, se quitó el albornoz despacito, vacilando apoyó la rodilla doblada en el borde de la cama. Él la observó por debajo de las pestañas casi cerradas, fingiendo que aún dormía. La muchacha se subió con cuidado al lecho, encima de él, apretándole entre sus muslos. Apoyada en los brazos abiertos le rozó ligeramente el rostro con unos cabellos que olían a manzanilla. Decidida y como impaciente, se inclinó, tocó con la punta de sus pechos sus párpados, sus mejillas, su boca. Él se sonrió, asiéndola por los hombros con un movimiento muy lento, muy cuidadoso, muy delicado. Ella se irguió, huyendo de sus dedos, resplandeciente, iluminada, difuminado su brillo en la claridad nebulosa del amanecer. Él se movió, manteniendo la presión de ambas manos le impedía suavemente cambiar de posición. Pero ella, con movimientos de caderas muy decididos, le exigió respuesta.
Él respondió. Ella cesó de intentar escaparse de sus manos, echó la cabeza hacia atrás, dejó caer sus cabellos. Su piel estaba fría y era sorprendentemente lisa. Los ojos que contempló cuando acercó el rostro a su rostro eran grandes y oscuros como los ojos de una ninfa. El balanceo le sumergió en un mar de manzanilla que le agitaba y le murmuraba, embargándole de paz.
El brujo
I
Después dijeron que aquel hombre había venido desde el norte por la Puerta de los Cordeleros. Entró a pie, llevando de las riendas a su caballo. Era por la tarde y los tenderetes de los cordeleros y de los talabarteros estaban ya cerrados y la callejuela se encontraba vacía. La tarde era calurosa pero aquel hombre traía un capote negro sobre los hombros. Llamaba la atención.
Se detuvo ante la venta del Viejo Narakort, se mantuvo de pie un instante, escuchó el rumor de las voces. La venta, como de costumbre a aquella hora, estaba llena de gente.
El desconocido no entró en el Viejo Narakort. Condujo el caballo más adelante, hacia el final de la calle. Allí había otra taberna, más pequeña, llamada El Zorro. Estaba casi vacía. Aquella taberna no gozaba de la mejor fama.
El ventero sacó la cabeza de un cuenco con pepinillos en vinagre y dirigió su mirada hacia el huésped. El extraño, todavía con el capote puesto, estaba de pie frente al mostrador, rígido, inmóvil, en silencio.
—¿Qué va a ser?
—Cerveza —dijo el desconocido. Tenía una voz desagradable.
El posadero se limpió las manos en el delantal de tela y llenó una jarra de barro. La jarra estaba desportillada.
El desconocido no era viejo, pero tenía los cabellos completamente blancos. Por debajo del abrigo llevaba una raída almilla de cuero, anudada por encima de los hombros y bajo las axilas. Cuando se quitó el capote todos se dieron cuenta de que llevaba una espada en un cinturón al dorso. No era esto extraño, pues en Wyzima casi todos portaban armas, pero nadie acostumbraba a llevar el estoque a la espalda como si fuera un arco o una aljaba.
El desconocido no se sentó a la mesa, entre los escasos clientes, continuó de pie delante del mostrador, apuntando hacia el posadero con ojos penetrantes. Bebió un trago.
—Posada busco para la noche.
—Pues no hay —refunfuñó el ventero mirando las botas del cliente, sucias y llenas de polvo—. Preguntad acaso en el Viejo Narakort.
—Preferiría aquí.
—No hay. —El ventero reconoció al fin el acento del desconocido. Era de Rivia.
—Pagaré bien —dijo el extraño muy bajito, como inseguro.
Justo entonces fue cuando comenzó toda esta abominable historia. Un jayán picado de viruelas, que no había apartado su lúgubre mirada del extraño desde el momento mismo de su entrada, se levantó y se acercó al mostrador. Dos de sus camaradas se quedaron por detrás, a menos de dos pasos.
—¡Ya te han dicho que no hay sitio, bellaco, rivio vagabundo! —gargajeó el picado de pie junto al desconocido—. ¡No necesitamos gente como tú aquí, en Wyzima, ésta es una ciudad decente!
El desconocido tomó su jarra y se apartó. Miró al ventero, pero éste evitó sus ojos. No se le ocurriría defender a un rivio. Al fin y al cabo, ¿a quién le gustaban los rivios?
—Todos los rivios son unos ladrones —continuó el picado, dejando un olor a cerveza, ajo y rabia—. ¿Escuchas lo que te digo, degenerado?
—No te oye. Tiene boñigas en las orejas —dijo uno de los que estaban detrás. El otro se rió.
—Paga y lárgate —vociferó el caracañado.
El desconocido le miró por primera vez.
—Cuando termine mi cerveza.
—Te vamos a echar una mano —gruñó el jayán. Arrancó la jarra de las manos del rivio y al mismo tiempo, agarrándole por los hombros, clavó los dedos en las correas de cuero que cruzaban el pecho del extraño. Uno de los de detrás preparó el puño para golpearle. El extraño se revolvió en su sitio, haciendo perder el equilibrio al picado. La espada silbó en el aire y brilló un momento a la luz de las lamparillas. Hubo una agitación. Gritos. Uno de los otros parroquianos se precipitó hacia la salida. Una silla cayó con un crujido, la loza de barro se desparramó por el suelo con un chasquido sordo. El ventero, con los labios temblando, miró a la destrozada cara del picado, cuyos dedos aferrados al borde del mostrador se iban desprendiendo, desapareciendo de la vista como si se hundiera en el agua. Los otros dos estaban tendidos en el suelo. Uno inmóvil, el otro retorciéndose de dolor y agitándose en un charco oscuro que crecía rápidamente. En el ambiente vibró, hiriendo los oídos, un agudo e histérico grito de mujer. El ventero, asustado, tomó aliento y comenzó a vomitar.
El desconocido retrocedió hasta la pared. Encogido, tenso, alerta. Sujetaba la espada con las dos manos, agitando la punta en el aire. Nadie se movía. El miedo, como un viento helado, cubría las caras, soldaba los miembros, cegaba las gargantas.
Un piquete de la ronda, compuesto por tres guardias, entró en la venta con estruendo. Debía de haber estado cerca. Para el servicio llevaban porras envueltas en tiras de cuero pero, al ver los cuerpos, echaron mano con rapidez a los estoques. El rivio pegó la espalda contra la pared y con la mano izquierda sacó un estilete de la bota.
—¡Tira eso! —vociferó uno de los guardias con la voz temblona—. ¡Tíralo, canalla! ¡Te vienes con nosotros!
Otro guardia dio una patada a la mesa que le impedía acercarse al rivio por detrás.
—¡Ve a por refuerzo, Treska! —gritó al tercero, que estaba más cerca de la puerta.
—No hace falta —dijo el extraño, bajando la espada—. Iré por mi propio pie.

 

Andrzej Sapkowski
El último deseo

La soledad era esto

Primera parte

Uno

Elena estaba depilándose las piernas en el cuarto de baño cuando sonó el teléfono y le comunicaron que su madre acababa de morir. Miró el reloj instintivamente y procuró retener la hora en la cabeza; las seis y media de la tarde. Aunque los días habían comenzado a alargar, era casi de noche por efecto de unas nubes que desde el mediodía se habían ido colocando en forma de techo sobre la ciudad. La mejor hora de la tarde para irse de este mundo, pensó cogida al teléfono mientras escuchaba a su marido que, desde el otro lado de la línea, intentaba resultar eficaz y cariñoso al mismo tiempo.
—Yo paso a recogerte —dijo— y vamos juntos al hospital. Tu hermano ya está allí.
— ¿Y mi hermana? —preguntó— ¿Quién avisa a mi hermana?
—Acabo de hablar con su marido y vendrán esta misma noche en un avión que sale a las diez de Barcelona. No te preocupes de las cuestiones prácticas. Arréglate y espera a que yo vaya por ahí. Elena colgó el teléfono y se sentó en el sofá a digerir la noticia; con la mano derecha iba arrancándose las costras de cera que endurecían la pierna correspondiente a ese lado del cuerpo, mientras sus ojos paseaban por las paredes del salón sin registrar nada de cuanto veían. Cuando regresó al cuarto de baño, la cera se había endurecido, de manera que renunció a depilarse la pierna izquierda. Se quitó la bata y se metió debajo de la ducha en una postura que sugería cierto desamparo, pero no llegó a llorar. Parecía así confirmarse una antigua idea según la cual la muerte de su madre, cuando llegara a suceder, constituiría un trámite burocrático, un papeleo que vendría a sancionar algo pasado, porque para Elena su madre estaba muerta desde hacía mucho tiempo. Eligió unas medias oscuras para que no se notase que llevaba una pierna sin depilar y se puso una ropa interior algo provocativa que desmentía ante sí misma el duelo que intentaba expresar el oscuro traje de chaqueta rescatado de las profundidades del armario. Prefirió no maquillarse ni retocarse los ojos, pero se arregló el pelo recogiéndose en la nuca la melena. No quería transmitir desolación, sino un desaliño que podría atribuirse a la prisa por salir de casa una vez conocida la noticia. Dudó si darse un toque de carmín en los labios, pero finalmente decidió que tal como había quedado estaba bastante hermosa, aun cuando se tratara de una hermosura en decadencia por la que habían pasado ya cuarenta y tres años, cuarenta y tres años que no habían logrado destruir el brillo de sus ojos ni corregir el gesto desafiante de sus labios. Se torció la falda para acentuar la sensación de urgencia y regresó al salón, donde lió un porro que fumó junto al ventanal contemplando las oscilaciones de la luz. Vivía en un piso alto de la zona norte de Madrid, desde donde se divisaba un paisaje urbano que parecía cambiar de forma en función de las tonalidades de los meses. Ahora era febrero y había oscurecido, de manera que los edificios, con las luces de las ventanas encendidas, invitaban al recogimiento. Pensó en Mercedes, su hija, y reprimió el impulso de telefonearla, pues imaginaba que ya se habría encargado de ello su marido. Cuando apagó el canuto, intentó elaborar un pensamiento brillante o trágico, adecuado a la pérdida que acababa de padecer, pero no se le ocurrió nada.

La soledad era esto
Juan José Millás

El lobo estepario

ANOTACIONES DE HARRY HALLER

Sólo para locos

El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de vivir; había trabajado un buen rato, dando vueltas a los libros viejos; había tenido dolores durante dos horas, como suele tenerlos la gente de alguna edad; había tomado unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo y hojeado las cartas, todas sin importancia, y los impresos, había hecho mi gimnasia respiratoria, dejando hoy por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de paseo una hora y había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de preciosos cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el estar tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un día encantador, no había sido un día radiante, de placer y Ventura, sino simplemente uno de estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde hace mucho tiempo los corrientes y normales; días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos, pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días sin dolores especiales, sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los Estudios y sufrir un accidente al afeitarse. El que haya gustado los otros días, los malos, los de los ataques de gota o los del maligno dolor de cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y convirtiendo, por arte del diablo, toda actividad de la vista y del oído de una satisfacción en un tormento, o aquellos días de la agonía del espíritu, aquellos días terribles del vacío interior y de la desesperanza, en los cuales, en medio de la tierra destruida y esquilmada por las sociedades anónimas, nos salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la humanidad y la llamada cultura con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata, concentrado todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el que haya gustado aquellos días infernales, ése ha de estar muy contento con estos días normales y mediocres como el de hoy; lleno de agradecimiento se sentará junto a la amable chimenea y con agradecimiento comprobará, al leer el periódico de la mañana, que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha erigido en ninguna parte ninguna nueva dictadura, ni se ha descubierto en política ni en el mundo de los negocios ningún chanchullo de importancia especial; con agradecimiento habrá de templar las cuerdas de su lira enmohecida para entonar un salmo de gratitud mesurado, regularmente alegre y casi placentero, con el que aburrir a su callado y tranquilo dios contentadizo y mediocre, como anestesiado con un poco de bromuro; y en el ambiente de tibia pesadez de este aburrimiento medio satisfecho, de esta carencia de dolor tan de agradecer, se parecen los dos como hermanos gemelos, el monótono y adormilado dios de la mediocridad y el hombre mediocre algo encanecido que entona el salmo amortiguado.

El lobo estepario
Hermann Hesse

Gaudí en Manhattan

Años más tarde, al contemplar el cortejo fúnebre de mi maestro desfilar por el paseo de Gràcia, recordé el año en que conocí a Gaudí y mi destino cambió para siempre. Aquel otoño, yo había llegado a Barcelona para ingresar en la escuela de arquitectura. Mis sueños de conquistar la ciudad de los arquitectos dependían de una beca que apenas cubría el coste de la matrícula y el alquiler de un cuarto en una pensión de la calle del Carme. A diferencia de mis compañeros de estudios con trazas de señorito, mis galas se reducían a un traje negro heredado de mi padre que me venía cinco tallas más ancho y dos más corto de la cuenta. En marzo de 1908, mi tutor, don Jaume Moscardó, me convocó a su despacho para evaluar mi progreso y, sospeché, mi infausta apariencia. 
—Parece usted un pordiosero, Miranda —sentenció—. El hábito no hace al monje, pero al arquitecto ya es otro cantar. Si anda corto de emolumentos, quizá yo pueda ayudarlo. Se comenta entre los catedráticos que es usted un joven despierto. Dígame, ¿qué sabe de Gaudí? 
«Gaudí.» La sola mención de aquel nombre me producía escalofríos. Había crecido soñando con sus bóvedas imposibles, sus arrecifes neogóticos y su primitivismo futurista. Gaudí era la razón por la que deseaba convertirme en arquitecto, y mi mayor aspiración, amén de no perecer de inanición durante aquel curso, era llegar a absorber una milésima de la matemática diabólica con la que el arquitecto de Reus, mi moderno Prometeo, sostenía el trazo de sus creaciones. 
—Soy el mayor de sus admiradores —atiné a contestar. 
—Ya me lo temía. 
Detecté en su tono aquel deje de condescendencia con el que, ya por entonces, solía hablarse de Gaudí. Por todas partes sonaban campanas de difuntos para lo que algunos llamaban modernismo, y otros, simplemente, afrenta al buen gusto. La nueva guardia urdía una doctrina de brevedades, insinuando que aquellas fachadas barrocas y delirantes que con los años acabarían por conformar el rostro de la ciudad debían ser crucificadas públicamente. La reputación de Gaudí empezaba a ser la de un loco huraño y célibe, un iluminado que despreciaba el dinero (el más imperdonable de sus crímenes) y cuya única obsesión era la construcción de una catedral fantasmagórica en cuya cripta pasaba la mayor parte de su tiempo ataviado como un mendigo, tramando planos que desafiaban la geometría y convencido de que su único cliente era el Altísimo. 
—Gaudí está ido —prosiguió Moscardó—. Ahora pretende colocar una Virgen del tamaño del coloso de Rodas encima de la casa Milà, en pleno paseo de Gràcia. Té collons. Pero, loco o no, y esto que quede entre nosotros, no ha habido ni volverá a haber un arquitecto como él. 
—Eso mismo opino yo —aventuré. 
—Entonces ya sabe usted que no vale la pena que intente convertirse en su sucesor. 
El augusto catedrático debió de leer la desazón en mi mirada. 
—Pero a lo mejor puede usted convertirse en su ayudante. Uno de los Llimona me comentó que Gaudí necesita alguien que hable inglés, no me pregunte para qué. Lo que necesita es un intérprete de castellano, porque el muy cabestro se niega a hablar otra cosa que no sea catalán, especialmente cuando le presentan a ministros, infantas y principitos. Yo me ofrecí a buscar un candidato. Du llu ispic inglich, Miranda? 
Tragué saliva y conjuré a Maquiavelo, santo patrón de las decisiones rápidas. 
A litel
—Pues congratuleixons, y que Dios lo pille a usted confesado. 
Aquella misma tarde, rondando el ocaso, emprendí la caminata rumbo a la Sagrada Familia, en cuya cripta Gaudí tenía su estudio. En aquellos años, el Ensanche se desmenuzaba a la altura del paseo de Sant Joan. Más allá se desplegaba un espejismo de campos, fábricas y edificios sueltos que se alzaban como centinelas solitarios en la retícula de una Barcelona prometida. Al poco, las agujas del ábside del templo se perfilaron en el crepúsculo, puñales contra un cielo escarlata. Un guarda me esperaba a la puerta de las obras con una lámpara de gas. Lo seguí a través de pórticos y arcos hasta la escalinata que descendía al taller de Gaudí. Me adentré en la cripta con el corazón latiéndome en las sienes. Un jardín de criaturas fabulosas se mecía en la sombra. En el centro del estudio, cuatro esqueletos pendían de la bóveda en un macabro ballet de estudios anatómicos. Bajo esa tramoya espectral encontré a un hombrecillo de cabello cano con los ojos más azules que he visto en mi vida y la mirada de quien ve lo que los demás sólo pueden soñar. Dejó el cuaderno en el que esbozaba algo y me sonrió.

Gaudí en Manhattan
Carlos Ruiz Zafón

El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha

PRIMERA PARTE

CAPITULO I

QUE TRATA DE LA CONDICIÓN Y EJERCICIO DEL FAMOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA

En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las mas noches duelos y quebrantos los sábados lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo y los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo mas fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada ó Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana. Pero importa poco a nuestro cuento, basta que en la narración no se salga un punto de la verdad. Es pues de saber que sobre dicho hidalgo los ratos que estaba ocioso que eran más del año se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto que olvidó casi de todo punto el ejercicio de caza y aun la administración de su hacienda y llegó a tanto curiosidad y desatino en esto que vendió muchas hanegas tierra de sembradura para comprar libros de caballerías que leer y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos y de ningunos le parecían tan bien como los que compuso el Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y entricadas razones suyas le parecían de perlas y más llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío donde muchas partes hallaba escrito «La razón de la sinrazón que a razón se hace de tal manera mi razón enflaquece que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando leía «Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza». Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles si resucitara para solo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y recibía porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra como allí se promete y sin duda alguna lo hiciera y aun saliera con ello si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

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